JAPÓN Aprendizaje de la limpieza

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JAPÓN Aprendizaje de la limpieza

Juan Carlos Valdivia Cano

MUCHOS AÑOS ANTES DE CONOCER Japón, ya había dejado de usar zapatos dentro de la casa (costumbre que aún tengo). No sé si fue la admiración por ese sobrio y limpio país, o el trabajo que me costó desenterrar el piso de madera de esa casa largo tiempo abandonada, para hacerla habitable, o esnobismo juvenil. O todo eso y otras razones más que aquí trataré de esclarecer.

Expulsando los zapatos, y con ellos sus millones de indeseables pasajeros transportados gratuitamente en todas las suelas que en el mundo han sido y son, empezó esta especie de «aprendizaje de la limpieza» que ha sido y es para mí el conocimiento y la relación con Japón. Un día de 1986, mientras vivía en Europa, esa antigua relación se actualizó. Después de largas horas de vuelo, ponía mis suelas en el aeropuerto de Narita.

Pero antes de entrar al grano tal vez no esté de más aclarar que el término limpieza aquí no tiene una única acepción, un solo significado. Y que lo que sigue es solo un punto de vista.

 

Trabajo, luego existo

Como decía, en el invierno de 1986, visité Japón durante tres meses, gracias a la invitación de un pariente muy querido -el primo Henry-, quien vive casado con una dama japonesa, – Takae Suzuki-, en un pueblito llamado Kawaguchi. Tienen dos hijos: Yoyi y Toru. Kawaguchi queda en la provincia de Yamanashi, en el centro de Japón, al borde del bello lago del mismo nombre. Al fondo está Fuji San, el señor Fuji (el Misti japonés), a una hora y media de Tokio por carretera.

Por suerte, uno de esos meses pude trabajar con un equipo de japoneses (el excelente Samata San a la cabeza). Se dedicaban a construir canales de agua en una zona rural de la provincia de Yamanashi. Creo que, en cierto modo, esto me permitió mirar el Japón «por dentro», lo que muy difícilmente se puede hacer en turista, sobre todo si uno no conoce el idioma del lugar.

Debo reconocer que no hice mucho esfuerzo para conseguir ese trabajo, aunque estaba dentro de mis planes desde que planifiqué el viaje con la ilusión de «ganarme alguito». Si lo conseguí fue, por el contrario, resultado de cierta sana presión social en Kawagushi para que yo trabaje. Presión que afectó obviamente a la familia de mi primo, lo que obligó a Takae Suzuki a proponérmelo una noche mientras cenábamos (bastante chaposa por la incomodidad). ¿Qué hacía un joven de 36 años un mes entero dando vueltas en bicicleta alrededor del lago, tomando fotos feliz de la vida y, lo que es más abominable, sin trabajar?

Recuerdo la expresión de la cara de Takae cuando me preguntó si no quería dedicarme a esa poca apetecida actividad (que en nuestra cultura se asocia al sudor de la frente y al patético ganarse el pan que’ los peruanos llamamos «chamba»). Yo acepté gustoso, aunque ella tal vez haya dudado de mi sinceridad, teniendo en cuenta la opinión que tenía de los peruanos con respecto al trabajo. Opinión que jamás se le ocurrió ocultar en mi presencia, gracias a su sincera crueldad (se diría femeninamente japonesa). Ella vivió dos años entre nosotros y parece que vio suficiente.

 

Intuición de la vida

Muchas cosas me atraen de ese pequeño gran país. Pero tal vez todo ello se pueda concentrar en su diferente cosmovisión, especialmente en relación a la visión occidental del mundo. Algo que tiene que ver con el budismo zen asimilado de la India y China, con las antiguas religiones nacionales como el sintoísmo y con las disciplinas japonesas más puntuales y prácticas como el «arte caballeresco del tiro al blanco», las artes marciales, los adornos florales, la ceremonia del té, el teatro No, etcétera. Como recuerda K. Herrigel: «La gran mayoría, del tiro al blanco solo conoce un objetivo que no se logra nunca mediante una técnica, y si ella diera un nombre a este objetivo lo llamaría: Buda», Se diría que su «concepción» -vocablo que el racionalismo occidental tiende a aislar en abstracto- explica por ejemplo, cómo es que en el tiro al blanco el arquero, el arco, la flecha y el objetivo son solo uno, o pueden serlo, como decía un maestro a su discípulo.

-El discípulo: «Eso que usted llama “alguna cosa”, es de naturaleza espiritual a los ojos del cuerpo, de naturaleza corporal a los ojos del espíritu». «Son los dos a la vez, o bien ni uno ni otro».

– El Maestro: «Todas esas cosas, arco, flecha, yo, se amalgaman de tal manera que soy incapaz de separadas».

¿Cuál es el rasgo predominante de carácter japonés? ¿si lo hay? «Si hay que buscar una especificidad cultural en Japón -dice Maurice Pinguet después de vivir 50 años en Tokio- es en la ausencia de metafísica y de idealismo donde se puede encontrar la fuente».

En el Japón no hay polarizaciones y exclusiones escolásticas o aristotélicas, solo explicables en el occidente helenizado (a través de los árabes y el catolicismo). Por eso Gilles Barbedette define al Japón como «el país de las fusiones y conjunciones dinámicas, de la armonía y la fluidez».

Esa concepción tiene que ver también con una ética. Una que hace posible, por ejemplo, dejar una bicicleta al lado de un grifo sin candado y sin encargarla a nadie… y encontrarla con un poco de nieve en la montura ocho horas después, sana y salva. Como me ocurría todos los días después de laborar y volver al bello hogar de madera y de papel donde me alojaba a cien metros del lago Kawaguchi. En el Japón también hay gánsters, pero no se ocupan de bicicletas.

Esa concepción que hace que un compañero de trabajo me mire escandalizado las muñecas sin reloj alguno. Y me sorprenda gratamente trayéndome un Seiko antiguo de regalo al día siguiente. O que un día Samata San me obsequiara un pescado ahumando en una bolsa de plástico, que después resultó un apetitoso bocado. Eso que hace que traten con deferencia y te paguen mejor precisamente por ser extranjero. Lo cual no se explica solo por la relación de amistad entre la familia de Takae y Samata San, el duro invierno, o los méritos que yo perseguía en la chamba para dejar bien la camiseta nacional, sino por su manera de ser intrínseca, su identidad japonesa.

Es lo mismo, sin embargo, que hace que se pongan rojos de ira cuando te olvidas del grito ceremonial de llegada al hogar (“¡tadaimas!”), aunque seas occidental. O cuando se te ocurre siquiera insinuar que esa noche no vas a utilizar el O furo para bañarte a cuarenta grados. Del O furo nadie se salva, aunque sea occidental y venga a las cuatro de la mañana, con algunos litros de sake de más.

Su ética parece una fusión de códigos caballerescos con valores de la cosmovisión moderna y, sobre todo, postmoderna. Una ética de las fusiones. La he visto, por ejemplo, en el Karaoke, en dos ocasiones (en las fiestas de año nuevo y en la discoteca). En esas dos ocasiones no hubo ningún japonés que se quedara sin cantar. Lo que más me sorprendió fue que todos lo hicieran muy bien, que todos tuvieran tanto sentido musical para cantar. Y no había ningún profesional, aunque todos lo parecían. Esta unánime capacidad y afán por cantar me pareció muy simbólica. No por azar en Japón se les ocurrió inventar el karaoke. Un pueblo que canta.

La «concepción» japonesa del mundo no se revela en un discurso teórico, ni menos en una ideología, una doctrina o un dogma cualquiera, siempre excluyente. Su concepción es no tener concepción, su ética es no tener una ética sino una intuición que marcha al ritmo de la fluidez de la vida. Una «concepción» concentrada en el presente, en su unidad y en sus múltiples contradicciones.

Lo pude ver claramente una tarde en la que ya estábamos por salir del trabajo, cuando llegó la inspectoría de la empresa que subcontrataba a las cuadrilla de Samata San de la que yo era parte. Los inspectores encontraron un desnivel en una pared de unos 30 metros de largo y uno de alto, más o menos. Cuando los compañeros de Samata San comenzaron a instalar luz artificial y se armaban de poderosos combos de hierro y yo comenzaba a entender lo que ocurría. Por medio de señas le ofrecí a Samata San quedarme a ayudar. Pero después de interpretar mis señas se limitó a señalarme su camioneta y llevarme hasta el lugar donde recuperaba la bici para regresar a casa. Al día siguiente, la pared estaba completamente rehecha. Y sin fallas.

Esa tarde comprendí muchas cosas que sentía vagamente, observando los rostros serenos, decididos y relajados a la vez, de mis eventuales compañeros de trabajo, al afrontar su responsabilidad. En ellos la responsabilidad no parece brotar de una idea de «falta» o de «pecado», que les es extranjera, como lo es también el aristotelismo o el platonismo, sino de otras fuentes: honor, pudor, generosidad, sana aceptación de la realidad tal como es, solidaridad.

 

Confianza

Todo eso genera confianza. Y la confianza es una clave para entender un poco a los japoneses, aunque nunca se termine de conocerlos del todo, como lo reconoce M. Pinguet: « ¿Por qué hay pueblos e individuos más confiables que otros?».

Tal vez porque hay pueblos e individuos más auto críticos que otros. En Japón ya se conocía y valoraba «el arte de la auto confesión», «el sentido del yo», «el monólogo interior» y el sentido de individualidad, 500 años antes que en occidente. Por eso el premio Nobel Kawabata decía que «la esencia del Japón está en el individuo y no en la sociedad».

Hablo de la confianza que, en general, el mundo tiene en los japoneses y los consiguientes beneficios que conlleva esa buena fama para ellos. Y que, en primer lugar, revela, inteligencia para entender por qué no conviene individual y socialmente el robo o actividades análogas. O, en otro aspecto afirmativo, el sentido profundo de los frecuentes regalos, muchas veces anónimos, que los japoneses ofrecen por quítame estas pajas, o sin ninguna razón aparente.

Todos los pueblos, familias e individuos son egoístas e interesados, porque en general prefieren su propio provecho antes que el de los demás (cuando hay antagonismo). Pero hay un egoísmo inteligente y uno estúpido. El que tira una cáscara a la calle, toma una decisión que implica un mínimo razonamiento antes de hacer esa bárbara chanchada. Solo que es un mal razona- miento (cómo yo no voy a pasar por ahí, pues ya pasé, que se joroben los demás).

Ese tipo de egoísmo no solo es dañino socialmente, sino individualmente y por eso estúpido. No se le ocurre a este primer egoísta que va a hacer más fea e insalubre la misma ciudad donde viven él y su familia y demás relacionados y prójimos.

De él se puede decir, con Nietzsche: «su egoísmo no es lo suficientemente inteligente, su inteligencia no es suficientemente egoísta».

Revela, además, una total falta de identificación con el todo social, un cierto resentimiento fundido con ceguera. En el Japón el sentido de cohesión es probablemente ancestral. Pero la solidaridad no niega el sentido de individualidad, porque esa polarización probablemente no se produce en su cabeza oriental.

Una vez más: en la cultura japonesa esos términos no son opuestos. Ellos luchan juntos todo el año contra la naturaleza. En el invierno contra la nieve, que en el norte hunde techos, mata y obliga a la migración al sur; en verano contras las infaltables inundaciones y, todo el tíempo, los movimientos terráqueos. No han tenido tiempo para aprender a ser egoístas (en el sentido estúpido de la palabra). Les sobra sentido de solidaridad, pero no carecen de sentido de individualidad. Y la enorme cantidad de creado- res individualísimos y geniales que tiene Japón lo demuestran.

La capacidad auto crítica (la fuerza para mirar los propios defectos, limitaciones o imperfecciones, averiguando sus raíces y escarbando hasta disolverlas), a diferencia de Japón, donde es tradicional, es un producto moderno en la Europa occidental.

 

El otro, el mismo

Una mirada a la cultura japonesa, desde nuestro punto de vista y desde nuestras necesidades e intereses, creo que puede ser muy saludable, teniendo en cuenta que nuestros problemas serios parecen provenir de nuestra propia idiosincrasia, de nuestros propios paradigmas o esquemas mentales, de nuestra singular occidentalización y de nuestra siempre frustrada modernización.

En este sentido, la experiencia japonesa parece un lugar privilegiado de saberes probados a tener en cuenta. En varios aspectos los peruanos somos opuestos a los japoneses. Por eso las razones de sus éxitos podrían explicar nuestros crónicos fracasos políticos, sociales, económicos, etcétera, lo cual podría servimos para vislumbrar una propia salida.

Y como por azar, un alma caritativa me envía de Francia un último libro sobre ese aún misterioso país, Aventure Japón de Robert Guillain, escritor y diplomático francés. Como Paul Rivet.

Vecino de la ciudad de Tokio desde 1938. Y como Paul Rivet, él también apasionado y curioso por las culturas extranjeras, “a inquietud seductora por el otro”), que es casi un rasgo propio de la vocación universal de la cultura francesa.

Guillain recuerda a otro gran intelectual francés, Maurice Pinguet, que ya mencionamos, vivió también más de medio siglo en Japón y que escribió un hermoso libro, poco antes de morir, que se llama La mort volontaire au Japón.

Como dice Daniel Vernet, Guillain se dirige a su «querido lector» para hablarle de su «querido Japón». Pero en su libro no hay ninguna nostalgia nipona que se dedicaría a recordar los heroicos y caballerescos tiempos que no volverán, sino para hacer una reflexión sobre las transformaciones sucesivas de este país, desde la hecatombe de 1945.

Para ello Guillan no ha recorrido Japón como turista. Él ha preferido habitado, convivir con él en todas sus facetas y recovecos. Especialmente en los barrios populares de Tokio como Asakusa, en el] Japón oriental y tradicional, no apresurado, no rico, no querido, «le Japón japonant», como él lo llama. Es habitual que el «gaijin» (extranjero), después de tres meses de estadía, cree haber comprendido todo el Japón, agrega Guillain. Es el hombre que no sabe esperar y no sabe callarse.

El confiesa que después de haber vivido tanto tiempo allí, ha comprendido que jamás conocerá suficientemente ese país. Él también tiene bajo la piel el imborrable tatuaje de «gaijin», dice Guillian.

En el principio fueron las sacudidas de la tierra. Y por allí empieza su libro: los terremotos, lo tifones, las locas mareas, los insoportables fríos del norte en invierno, las inundaciones de primavera, que azotan sin cesar a ese pueblo, como ya mencionamos. Eso explica, en parte, el coraje, la sangre fría, el dinamismo, el trabajo en equipo, el sentido de comunidad y sus diversos éxitos en la despiadada escuela de la lucha constante contra la naturaleza: «El hábito de las catástrofes ha favorecido la experiencia de las cuasi catástrofes que son la política y la guerra».

Pero eso no explica totalmente su modo de ser. Los paradigmas budistas me parecen también decisivos.

El Japón dice Guillan es el primero en haber practicado la «Bicivilización». El Japón, es bicivilizado, como otros son bilingües. Él sabe aprovechar a la vez su civilización tradicional y el mundo occidental. En Japón todo es doble. Es «el país de la coexistencia de contrarios»: Japón es dialéctico. Dialéctica es una dinámica, de unidad y contradicción; y el Japón cambia y sigue cambiando siempre al ritmo de la vida y un paso más adelante.

 

La ética samurái y el Japón moderno

La enorme duda que me provocó la obra de Yukio Mishima respecto al destino que le atribuía al pueblo japonés, tal vez fue uno de los motivos más hondos de mi viaje a ese país, la gota que rebasó el recipiente de mi admiración por Japón, que supongo se dio a partir del momento indeterminable en que tuve la corazonada (real o ficticia, no importa) de cierta superioridad frente al occidente.

La impresión que me produjo la espectacular muerte de Mishima me aproximó a su vida y obra, tan impresionantes como aquella y me acercó más a Japón. Esto confirma también que esa admiración ha pasado primero por el tamiz de la opinión occidental; Schopenhauer, Nietzsche, Hesse, Barthes, Pinguet, Guillain, Vogel, Herrigel, etcétera, hasta que supe de Mishima. Primero, gracias a Marguerite Yourcenar en Mishima y la visión del vacío y después directamente en El marino rechazado por el mar y El Japón moderno y la ética Samurái, dos obras de Mishima.

Mishima se quitó la vida mediante la ceremonia del Sepukku (conocido entre nosotros como haraquiri), que, como se sabe consiste en colocarse en posición de loto e introducir- se un sable en el vientre bien vendado (para evitar la indeseable dispersión de las vísceras). Fue en 1972.

Antes de la ceremonia Mishima organizó un operativo en el cuartel central de Tokio (donde están instaladas las pocas fuerzas militares que existen en ese país desde la última guerra). Tomó de rehén al general en jefe y lo obligó a formar a toda la tropa. Luego la arengó con un discurso, mientras el general permanecía atado a una silla, contemplando el espectáculo que se producía delante de su nariz.

En ese discurso instigó a la tropa contra la modernización de Japón y protestando por la obligada renuncia del emperador a su origen divino (presionado por el ejército norteamericano durante la segunda guerra), le pareció a Mishima el golpe de muerte contra la unidad y el destino de la civilización japonesa.

Había que dejar sentada la protesta. No había más alternativa que una muerte caballeresca. Por eso encargó a Morita, su mejor amigo y compañero, estuviera presente la mañana del Sepukku para darle el sable de gracia en el cuello, en caso necesario.

¿Quién es Mishima? En su juventud fue un espigado y fino hombre de teatro y cine, director y actor. También triunfó como fotógrafo, novelista y escritor. Renovó con Tanizaki y Kawabata, la literatura en la época que su entrañable amigo Kawabata obtenía ese reconocimiento (un año después de la muerte de Mishima, Kawabata dejó abierto el gas de su cocina hasta morir. Había confesado antes su deseo de «visitar a mi amigo Mishima» ).

Con el tiempo Mishima se hace un experto en artes marciales y cambia su cuerpo por otro muy diferente. Tiene a su cargo un grupo para-militar compuesto de 100 hombres, patrocinado por el primer ministro: «La liga del viento divino», (el «tate no kai»), expertos en sistemas militares y artes marciales: la liga del viento divino.

Hay un libro escrito por Mishima que lo dibuja de cuerpo entero, El Japón moderno y la ética samurái. No es una reflexión propiamente intelectual sino una propuesta ética, un implacable juicio a la modernización del Japón desde el punto de vista del samurái, lo que no excluye su belleza formal.

También, una invitación a la lectura de El Hagakure, tentador libro de ética samurái que Mishima comenta, interpreta y aplica. El libro es del siglo XVIII y fue escrito por Jocho Yamamoto, un ex samurái que deja el mundanal ruido para dedicar su vida entera a la reflexión sobre «la vía del samurái».

El Hagakure, libro maldito de la posguerra, inspirador de los kamikazes, es el libro que le ha dado sentido a su vida y obra, según confesó Mishima. Hay mucho en común con locho, pero lo esencial son dos cosas: «una filosofía como despliegue de energía; una filosofía de la muerte… la vía del samurái es la muerte».

 

El arte marcial de bien morir

La práctica de la muerte voluntaria en Japón tiene sus análogas en occidente, especialmente en las etapas precristianas. Pero occidente ha dado una vuelta de veinticinco siglos para volver a escuchar reflexiones como la de Camus en El mito de Sísifo: «No hay más que un problema filosófico esencial: el suicidio. Saber si vale o no la pena vivir es la cuestión fundamental de la filosofía».

Y si la vida no tiene sentidos objetivos, aunque siempre se nos ha hecho creer lo contrario desde niños, «¿por qué seguir viviendo?» «¿Por qué morir?» «y si no hay razón para seguir viviendo, ¿ tenemos derecho a dictar nuestra propia muer te, tal como lo exigió a las autoridades durante 29 años el español Ramón Sampedro, para morir legalmente

En el libro que Maurice Pinguet dedica a este tema, La muerte voluntaria en Japón, hace analogía con ciertas etapas de la cultura occidental, recuerda que Catón sostenía que «La libertad del sabio (el más libre de los hombres) no es absoluta sino a condición de identificarse con la libertad de morir. …A través de la debacle asumida, él se abrió una vía de acceso a la dignidad del sabio que nada en el mundo puede vencer… La libertad individual de morir, que Séneca exaltara, acompaña a la muerte de las libertades públicas después de las guerras civiles en Roma».

A esta idea de la libertad hay que entenderla tanto en el sentido de la cultura japonesa como en el sentido que le da el occidente moderno, o postmoderno, porque coinciden. En occidente la libertad es un privilegio republicano, un derecho humano, pues esos derechos se basan en la dignidad del hombre precisamente: un ser que muere y que tiene derecho a ser dueño de su propio destino ya su propia muerte.

Y la muerte voluntaria en Japón parece fundarse en estos dos valores fundamentales: libertad y honor, es decir dignidad. De ahí que no parece haber disciplina que se concilie más y mejor son el espíritu postmoderno que el budismo japonés. La modernidad ha sido la época de la conjunción oriente-occidente, que durante siglos fue solo disyunción.

Pero a esa idea, hay que ligada con esta otra: según Pinguet en Japón se suele mirar con un poco de indiferencia la preocupación por lo que vendrá después de la muerte. Lo que les preocupa es la vida en el presente, aquí y ahora. Esto tan efímero, tan frágil, tan pasajero, tan «flou», que para otros es apariencia, y que para ellos tal vez es la única realidad. Y por eso el tiempo -este molesto asunto que casi toda la filosofía occidental ha expulsado de sus estudios eruditos-, es para ellos lo único que importa.

Esto de darle al presente la dignidad de auténtica realidad, quizá permite una mayor concentración e intensidad en la vida. Y ese es un signo de amor por ella. Sin embargo, el libro de M. Pinguet o El Hagakure no son libros sobre la muerte sino sobre su aceptación plena, que solo así es también aceptación plena de la vida. Lo que importa es que esa lectura se pueda convertir en sus lectores en sana y exaltante motivación.

Eso explica las conexiones entre las corrientes más maduras de occidente con el budismo y la intuición del mundo oriental. Hay que recordar que Heidegger concibe al hombre como un ser-para-la-muerte. Y a partir de esa idea construye el sentido de su poderosa filosofía. La muerte también es una cuestión de tiempo. y tiempo y muerte son problemas comunes a todas las culturas, a todos los hombres.

Al parecer los japoneses estaban preparados desde siempre para la postmodernidad, como lo revela con finura de pensamiento M. Pinguet cuando señala que «los japoneses están mejor armados que otros para escribir sobre las dudas de los individuos perdidos en los laberintos».

Como estamos todos los hombres en el mundo de hoy, a comienzos del segundo milenio.

 

JUAN CARLOS VALDIVIA CANO

-Puno-

Abogado y periodista. Estudió Derecho en la Universidad Católica de Santa María y Filosofía en la Universidad Nacional de San Agustín. Magíster en Derecho Civil (UCSM). Siguió estudios en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Ha sido oyente de Gilles Deleuze en la Universidad de París VIll y de Michel Foucault en el Colegio de Francia (1980-1987). Ha publicado: Mariátegui: Perspectiva de la Avelltura (Ediciones Macho Cabrío, 1985), Cultura y Derecho (Editorial Cooperativa Universitaria de Arequipa, 1990), El estado no soy yo (Editorial G. Coaguila, E.I.R.L, Arequipa, 1991),500 aiíos de mestizaje (Editorial UNSA, Arequipa, 1991); La caja de herramientas [Introducción a la Investigacion Jurídica] (Editorial UCSM, 1996), La voluntad de crear. Método e intuición en Mariátegui (Primera edición, 1988, UCSM. Segunda edición, 2015 Texao Editores), Fundamentos de los Derechos Humanos (Editorial UCSM, 1997), Sobre el Protocolo del Aborto Terapéutico en la Rcgión Arequipa (Lucerna Editores, 2009) Now. Historia poder y resentimiento (Ciudad Editorial, 2012), Ensayos paganos. Ética, Derecho y Educación (Adrus, 2012), Luminosos senderos (Fondo Editorial Francisco Mostajo, 2016) infinidad de artículos y ensayos en diferentes medios. Actualmente, es docente en la Universidad Católica de Santa María y en la Universidad Nacional de San Agustín